6 de mayo de 2013

El panadero y el loro

Hace ya unos cuantos años -decenios para ser más exactos- eran habituales figuras como la del lechero o el panadero recorriendo con su carrito las calles de las ciudades y repartiendo la leche y el pan de piso en piso; la escena se repetía cada mañana a primera hora y convertía a estos modestos trabajadores en una parte más del paisaje matinal, junto a los padres de familia dispuestos a incorporarse al trabajo y los niños preparándose para asistir a sus clases del colegio. Me acuerdo perfectamente del panadero que venía por casa: un hombre enjuto, menudo y bastante seco, con poco pelo que se peinaba hacia atrás y siempre estaba húmedo, no se si por el agua o algún tipo de fijador; el individuo era callado y discreto, cumplidor y serio y más bien raro y reservado, aún me acuerdo unas navidades en las que mi madre comentó que el hombre, cuyo nombre creo que no conocí nunca, se había negado a recibir cualquier tipo de aguinaldo: había entregado la tarjeta de felicitación porque así de lo habían indicado en la empresa, pero consideraba que ya recibía de ésta una nómina que abonaba los servicios prestados. No soy capaz de concretar desde cuando este hombre, que por los inicios de los años 70 debía tener entre 30 o 40 años, se convirtió en el suministrador de pan de la zona próxima a la Puerta del Carmen ni cuanto tiempo anduvo por esos lares en tales menesteres, pero teniendo en cuenta que durante la infancia el paso del tiempo se hace más lento, calculo que al menos cinco o seis años tuvo protagonismo entre los personajes que pululaban con mayor o menor relevancia por mi vida.

Pero hubo un momento determinado en el que el panadero apareció en circunstancias distintas a las habituales, ya no lo veía solamente en funciones profesionales, ganándose el pan precisamente con el pan, sino que comprobé que el hombre poseía, como era de esperar, facetas bien distintas a la de trabajar como repartidor del alimento primordial. A partir de la temporada 1971-72, con el equipo de mis amores en 2ª División, comencé a ser asiduo de La Romareda y cada domingo me dirigía junto a mi hermano a nuestro estadio municipal para presenciar los encuentros del Real Zaragoza en un rincón que fue mítico y ya no existe: la zona de "Infantil", una esquina del campo a la que se accedía por la puerta 9 y en la que por el módico precio de 100 pesetas anuales podías ver todos los encuentros de Liga y el primero de Copa. Al campo la gente, como ahora, iba accediendo poco a poco, pero a la salida, y con la excepción de los habituales impacientes que se iban antes de que el árbitro diera el pitido final, todos los espectadores salíamos en manada y la gran mayoría enfilábamos a través de la Plaza Carlos III la avenida Fernando el Católico en dirección al centro de la ciudad con mayores o menores ánimos según hubiera sido el resultado del equipo blanquillo. En más de una ocasión coincidíamos en esa salida con el panadero, quien caminaba solitario y silencioso cargando en su mano derecha con un enorme transistor, de esos que con los años fueron popularmente denominados como "loros", con el volumen bien alto y escuchando los comentarios de los distintos "magazines deportivos", así quien caminara cerca de él podía escuchar a los históricos de la época, Vicente Marco, Joaquín Prat, Paco Ortiz, Eduardo González, Enrique Mariñas, ..., comentar las incidencias de la tarde futbolística, con los goles de Rexach, Amancio, Arieta o Quini, las jugadas polémicas protagonizadas por Goyo Benito, Gallego, Larrauri, Ovejero o Pedro de Felipe o las actuaciones buenas o malas de los trencillas de la época como Ortiz de Mendíbil, Rigo Sureda, Pascual Tejerina, Urrestarazu, Franco Martínez y, por supuesto, el inolvidable Emilio Guruceta. El hombre paseaba con su "loro" sin ningún complejo, evidentemente no era el único que ejercía tal costumbre y por las inmediaciones de la Feria de Muestras, la Plaza San Francisco y hasta el Cine Gran Vía se podía pasear al ritmo de los comentarios deportivos, algo que ahora chocaría bastante, pero que si lo piensas bien tenía su propio encanto. Eso sí, el panadero no movía una pestaña, el hombre mantuvo siempre ese aire de trascendencia y dignidad con el que caminaba por la vida, bien fuera con el carrito del pan, bien con el "loro" a cuestas.

5 comentarios:

Susana dijo...

Yo me acuerdo mucho del lechero que venía por casa. Un beso.

Anónimo dijo...

Yo recuerdo a los limpiabotas ,con todo su ritual,que dejaban los zapatos como nuevos.

Modestino dijo...

El cartero, el afilador, ... y hasta el deshollinador de Mary Popins ...

que dificil la vida sin ti dijo...

¡Qué entrada más entrañable! ¿Ves, Modestino, lo que te comentaba el otro día, del encanto de las ciudades pequeñas?...¡es maravilloso, de verdad!...aquí en BCN, no he visto un panadero a domicilio en la vida....¡Oye y felicidades por lo ingenioso del título, me has desconcertado por completo, es muy "Woodhouse"!
Un abrazo, gracias, de verdad
Asun
PD.¿Guruceta no era un árbitro que se dejó sobornar?...me suena algo...

Modestino dijo...

Guruceta, en un Barcelona-Madrid en el Camp Nou pito un penalty a favor de los blancos por una zancadilla varios metros fuera del area.